La mañana transcurría con normalidad en la aldea de Bree. Dulcemar se había levantado temprano, como todos los días. Había comenzado los preparativos de su fiesta de cumpleaños. Tenía confeccionada, más o menos, una lista con los invitados y el regalo que pensaba hacer a cada uno de ellos. Dulcemar era una hobbitina muy detallista y no regalaba cualquier cosa al azar, sino que todo tenía un por qué en su vida. El hecho de pensar en los mathons de los demás le había hecho recordar momentos del pasado que en su día fueron importantes para ella. Recordó el tetragésimo quinto cumpleaños de Tod, su hermano mayor, unos meses atrás. Como primogénito siempre había ejercido de protector hacia sus hermanos menores, y esta actitud era más acusada hacia las hobbitinas. Dulcemar era la penúltima, y Riera, la más pequeña. Tod había intentado conculcar a su hermana técnicas defensivas por si llegaba el caso de que él no pudiera defenderle, pero Dulcemar se sentía negada para la violencia. En ocasión de su cumpleaños, Tod le regaló un arco que había encontrado en uno de sus viajes y que había pertenecido a un Uruk-Hai. Le dijo a Dulcemar que si lo mandaba arreglar, él mismo le enseñaría a usarlo. La hobbitina, reticente como era al uso de las armas y de la violencia, retrasó ese momento lo más que pudo y relegó el arco a un rincón de su trastero donde su hermano no lo pudiera ver, con la intención de que se olvidara de su ofrecimiento con el tiempo.
Pero el destino quiso que una tarde de lluvia, a la puerta de la casa de Dulcemar, llamara un desconocido en busca de refugio, pues el agua caía con fuerza y la sensatez le obligó a esperar que amainara antes de continuar su camino. Dulcemar lo acogió con agrado, pues se trataba de un hombre amable, un poco solitario, pero muy educado y agradecido. La lluvia duró varios días y Dulcemar le ofreció alojamiento a cambio de hacerle ciertas chapuzas en la casa que llevaban tiempo esperando para ser arregladas. El tercer día bajó al trastero para prepararle unas baldas con el fin de que Dulcemar pudiera organizar mejor las cosas que hasta entonces tenía amontonadas, y el hombre se fijó en el arco. Su corazón le dio un vuelco, y la expresión de su rostro le dio a entender a Dulcemar que aquello era lo que más ansiaba tener aquel hombre en su vida. Pero el hombre no dijo nada al respecto. Inspeccionó el arco, lo intentó montar, pero no pudo probarlo porque estaba roto. Lo volvió a colocar en su sitio y siguió con su tarea de las baldas. Cinco días después, cuando la lluvia cesó, el hombre se fue de la casa de Dulcemar, que ahora estaba completamente arreglada y continuó su camino, no sin antes dar a la hobbitina una dirección en la cual podría encontrarle si algún día necesitaba ayuda.
Dulcemar había pensado tantas veces en aquel hombre, sabía que uno de la gente grande no se iba a fijar nunca en una mediana, pero aún así conservaba la ilusión de que las cosas podían ser diferentes a lo que era prácticamente un hecho demostrado. Terminó de escribir la invitación en un papel que perfumó ella misma y puso por detrás la dirección que aún conservaba en un cajón de la cómoda de su habitación. Ahora sólo faltaba echarla al correo.
Si había un regalo que tenía muy claro, ese era el mathon que iba a dar al hombre que llegó con la lluvia: el arco Uruk-Hai. Se gastaría un buen dinero en arreglarlo, pero merecería la pena si le servía para acercarse a él. Seguro que después de hacerle ese presente el hombre que llegó con la lluvia estrecharía sus lazos de amistad hacia Dulcemar, pensaba para sí misma. Así que, ni corta ni perezosa, se abrigó, salió de su preciosa casa y se dirigió aquel primer amanecer de otoño hasta el taller del tuerto, que era como se conocía a Enumanus. El humano lo miró entusiasmado, casi con el mismo entusiasmo con que lo había mirado el hombre que llegó con la lluvia, cuyo nombre desconocía hasta la propia Dulcemar. Le prometió que lo tendría listo para la fecha elegida, e incluso le hizo una propuesta de compra. Dulcemar no pensaba vendérselo. Era un regalo especial para una persona especial. Y mientras esperaba que llegara el momento de recoger el arco arreglado, seguía con sus preparativos para la fiesta, pues no todos los días se cumplen 39 años.
_________________ "Caminé por las laderas pantanosas de Moscagua y no sufrí percance alguno, mas un día sin tu presencia puede marchitar mi frágil armadura interior"
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