En la noche de la Tierra Media, las luces destacan por su poder. Porque una luz puede ser muchas cosas: tranquilizadora y nerviosa a la vez, segura y peligrosa. La llama tiembla como si acogiera nuestros miedos, mientras reclama la presencia de todas las criaturas que, atraídas por el baile del fuego, buscan refugio sin saber que, quizás, será hostilidad lo que encuentren. Hostilidad en el ardor del fuego, o en el de quien lo encendió. La llama da vida a una casa, hasta el punto de hacerla hogar. Pero también la puede destruir. Hay quienes prefieren correr el riesgo de estar junto a la luz. El protagonista de esta historia prefería la oscuridad.
Por ello, cuando recuperó la conciencia, la oscuridad lo acogió, y si no fuera por la humedad, habría jurado que estaba de nuevo en casa. O puede que en el campamento, donde aprendió a yacer entre la maleza a oscuras, y a esperar, y a no ser más que parte de esa oscuridad. Pero el agua era fría, y lo abrazaba con tibieza. Se despertó cuando el agua le llegó a la boca, y aún cuando se incorporaba no notaba la diferencia entre ese habitáculo y cualquier otro de su vida. No obstante la notó, y fue un detalle el que le llamó la atención: lo último que recordaba era que volvía del frente y divisaba su pueblo, cuando todo se le vino encima.
Entonces decidió que tenía dos cosas que hacer: averiguar dónde estaba y salir de allí. Y para averiguar lo primero, se quedó quieto. Estaba acostumbrado a sentir. Se quedaba quieto, y las cosas empezaban a hablarle, a oler, a activar su tacto. Y así descubrió lo siguiente: el agua que lo había cubierto ya sólo le llegaba por la pantorrilla, y fluía, entrando desde algún lugar no muy lejos a su izquierda, y saliendo por alguna abertura a su derecha. De alguna manera, cuando estaba sentado contra la pared, había taponado la salida del agua, que había empezado a cubrirle. Viendo la velocidad con la que se había vaciado, concluyó que no debía ser un lugar muy amplio; efectivamente, al estirar los brazos, pudo tocar sendas paredes, y al girar, descubrió la redondez de los paramentos. Su tacto era suave y frío, como sólo podía ser el de la piedra tallada. Llegó a la conclusión de que se hallaba en un pozo. Ahora sólo le quedaba salir de allí.
Comprobó la profundidad arrojando una piedra, y tras asegurarse de que escalar una pared lisa vertical y húmeda era digno de un “descabellado plan B”, pasó a investigar sobre una posible primera opción.
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